Bacheletmanía
A las 11 de la mañana, el templo de la cultura de La Granja desbordaba de aplausos y cháchara, uñas barnizadas, y ramos envueltos en celofán. “¡Michelle, Michelle!”, gritaban las chiquillas desde la galería agitando pañuelos blancos. Escoltada por 10 alcaldes de la zona sur de Santiago y un buen lote de dirigentas sociales, la ex Presidenta entró al salón de eventos y avanzó apretujada entre sus fans. La estaban esperando con torta de manjar para celebrar su cumpleaños 59 y desearle éxito en la misión que le asignó la ONU en pro de las mujeres del planeta. ¡Ídola! Le regalaron calas, parabienes y besos con rouge. Y la despidieron cantando “Palabra de mujer”, una especie de himno a la señora Juanita que me aprendí al tiro: “Como una memoria que no olvida nadaaaa, esa es la palabra de mujer, ¡oooooh!”: Pegajoso estribillo. Realmente inolvidable. Terminé coreándolo envalentonada por el desparpajo de la muchedumbre.
Un civil de pelo corto, anteojos oscuros y aparatito en la oreja, me miró de soslayo, severo. ¿Algún pudor de mi parte? Ninguno. Los hombres no lo entenderían, pero nosotras sí: Hay ocasiones en que todas somos “la señora Juanita”.
El homenaje-despedida que le organizaron a Michelle Bachelet en el Centro Cultural Roberta Matta de La Granja, fue una de esas ocasiones. Me mimeticé en la envolvente marea de la identidad Juancha. Y fui una Juanita más. La altura promedio del contingente era como de un metro cincuenta. Incluida la festejada, y esta servidora. Un sinfín de viejas menudas, gorditas: veteranas en eso de postular a bonos y subsidios, llevar cabros al doctor, supervisar la cazuela, correr a la feria y a la peluquería y apuntalar techumbres y presupuestos.
¿Me explico?
Me vi de repente, en un festival de la identidad mujeril protagonizado por un ejército de señoras diminutas. “Lo bueno viene en frascos chicos”, sostiene mi tía Edelmira, que con su metro cincuenta y dos, ejerció de profesora en una escuela de San Bernardo más de tres décadas. ¡Pobre del que le levantara la voz! Un día unos cabros del barrio intentaron asaltarla a la salida de la escuela. Se resistió. Un taxi frenó, y, del interior, salió una vieja chica y mandona igual a ella que increpó a todos y se llevó al cabro más puntudo de un ala. “Te he dicho que a la señorita Edelmira no”, lo coscacheó. “Pucha mamá ¡oh!”, se quejaba el angelito. Mi tía Edelmira me contó la anécdota un día en que le pedí que resumiera los atributos de la mítica señora Juanita. “Cualquier cantidad de agallas”, concluyó ella. Punto.
Mi amiga Alejandra coincide. “La señora Juanita es, por naturaleza, chora. Se hace oír. Sabe enhebrar agujas y pelar ajos” afirma. Yo agrego que tiene posgrado en trámites municipales y postulaciones varias, y anda con las manos escamosas de tanto restregar cuanto le pongan por delante. Devota de la limpieza, revisa los vasos a contraluz y sabe apreciar lo que significa que algo -o alguien- pase la prueba de la blancura.
Por eso, la señora Juanita es fan de Bachelet. Se mira en ella. Michelle es su alter ego, una especie de “Calcetín-con-rombos-mami”, solucionadora multipropósito, igual a muchas, pero un poco más poderosa. Efectiva como el cloro y oportuna como la píldora del día después. Michelle encarna a la súper mamá que cocina con los ingredientes que hay. Y nadie se muere de hambre. Lo mismo empuja el carro del supermercado que se baja de un taxi o se sube a un tanque. Pega botones o erradica plagas, según el caso, sin que se le despeine el platinado cabello. Al final del día, hace la pega sin farrearse la plata.
Calcetín-con-rombos-mami es precavida, empática, y nadie le pasa gato por liebre. Al menos, eso es lo que vemos cuando Michelle aparece en la tele. Seguramente por eso, concluye la señora Juanita, Michelle se nos globaliza. Tendrá cuartel general en Nueva York y cortará queques grandes (“aconséjelos sobre la red de protección social, Presidenta. Reparta bonos por hijo. Páreles el carro para que la corten con violencia intrafamiliar, enséñeles a hacer humitas”).
¿Logrará su cometido? Está por verse. Una multitud de señoras Juanita -a lo largo de la fértil provincia y sus rincones- le tiene fe. Y, por si acaso, algunas le escribieron torpedos. Llenaron un cuaderno con mensajes y consejos, y la encomendaron a los santos. Hasta le llevaron al escenario una niñita con cara de matea, anteojos y banda presidencial terciada (como sacada del concurso, “Yo soy igualita a…” de Sábados Gigantes) a ver si se le pega el Espíritu Santo a la Juanita chica, y el día de mañana…
En fin. Los que arriscan la nariz, y dicen que todo esto es “cariñocracia” no entienden nada de nuestra identidad. Por eso se quedan debajo de la micro. Vayan a ver en qué está la señora Juanita. Seguro que, mientras hablamos, volvió de la pega, cambió el balón de gas, barrió la vereda de la vecina, retó a los cabros de enfrente y se cambió ropa para ir a un bingo de beneficencia… No es que sea milagrosa. Es que le carga perder el tiempo. Y eso… ¡Pucha que es harto! //LND